sábado, 6 de agosto de 2011

Mi tesoro arrebatado




 Me observaba desde arriba con su ojo grande sin iris ni pupila. Ella sabía lo que pretendía hacer, y por eso me vigilaba. Yo no podía verla, porque estaba escondida entre dos muros negros, pero sí la sentía. Además agradecía que esa noche no mostrara su hermosura plena, resguardándome de su brillo delator.


 Tenía miedo de que me descubriesen. No sabía qué podría pasar. No conocía a mi enemigo ni conocía mi propia posible reacción. Para aplacar un poco mi temor, había pensado detalladamente la ropa que me pondría, para estar cómoda y segura. De modo que estaba vestida de negro entera, con tela elástica y ajustada, mis botines más silenciosos y el pelo recogido en un moño bajo un gorro. Entonces no tenía miedo, sólo me sentía ridícula.

 Cuando me di cuenta, estaba detrás de un árbol en la primera línea del bosque. Había caminado por su linde, por si la gran perla decidía asomarse de entre los algodones oscuros. Vigilé durante diez minutos la ventana del despacho de la directora. La maldita no se iba. Odié su carita dulce, su sonrisa que invitaba a la confianza. La odié con lo más profundo de mi ser. No me importaba si ella sabía o no que me había hecho tanto daño. Quería hacérselo saber. Pero no, lo primero era lo primero y debía recuperar mi tesoro, el motivo por el que estaba allí.

 Tras otros quince minutos, hubo movimiento. La puerta se abrió y entró uno de sus secuaces. Era él, el muchacho que me había estado sonriendo desde que llegué. Quería saber de qué estaban hablando. Aproveché todos los objetos que se encontraban entre mi punto de partida y la parte inferior de la ventana del despacho.

   -... no está aquí para corregir su comportamiento, como las demás. Ella quiere ser una de nosotros.

 ¡Estaban hablando de mí! Sí, yo le dije que quería formar parte del grupo. Realmente adoraba el lugar. Pero eso fue hasta que esa mujer se cruzó en mi camino.

   -Sí, todos los chiquillos dicen lo mismo.
   -Pero no es una chiquilla.
   -Claro, ¿entonces por qué está aquí?
   -Por que....
   -No quiero oírlo. No me importa. Actué como creí conveniente y mi decisión es irrefutable.
   -Es que ella lo necesita.
   -Ni que fuera un medicamento. Oye, no creas que nuestra confianza especial te otorga algún privilegio.
   -Yo sólo...
   -Tú nada. Dentro de media hora en la enfermería.

 Él salió. Qué detalle intentar haberme defendido. Me había entendido de verdad: lo necesitaba, era una droga para mí. Ignoré la parte de la conversación que no me importaba. Lo que realmente me interesaba es que sólo treinta minutos después, la habitación estaría vacía.

 Volví a resguardarme entre los árboles. Apoyé mi espalda en el tronco de un hermoso roble. Me mantuve quieta y silenciosa. Sin embargo, por dentro la ira me comía, la impaciencia amenazaba con hacerme gritar y los nervios pretendían que todo mi cuerpo se sumiese en tics. Pero la fría brisa de la noche me acariciaba la cara y despejaba mi mente. Mi compañera de las alturas me ayudaba en mi empresa. Sabía por qué lo estaba haciendo y me apoyaba. Miré hacia arriba, para que ella viera en mi cara que le agradecía sus ánimos.

 Veinte minutos después según mi reloj (yo hubiera jurado que pasó al menos una hora), miré otra vez hacia la ventana. La arpía seguía allí. No me pregunté qué podría estar haciendo tan tarde, no me importaba. Tan sólo quería verla sufrir, que sintiera una mínima parte de lo que yo estaba sufriendo por lo que me había hecho. Sabía que no lo pagaría tan caro como debiera; dudaba que fuera a pagarlo. Es más, yo no estaba pensando en una venganza fría y escarmentadora; yo sólo quería el último recipiente en el que había depositado mi alma. Estar tan lejos de mi alma era asfixiante. Me sentía como en un pequeño ataúd de cristal en medio de la inmensidad del desierto. Estaba ciega a cualquier cosa y mi mente volvía una y otra vez a mi tesoro.

 Mi carcelera se levantó. Parecía que ordenaba algunas cosas de su escritorio. Volvió a sentarse y se inclinó de lado para volver a levantarse de nuevo. Fue entonces cuando se me ocurrió la pequeña venganza. Debía darme prisa, porque sencillamente no podía más con la angustia y corría el riesgo de hacer alguna tontería.

 Corriendo de la forma más silenciosa que me fue posible, fui por la línea del borde del bosque hasta encontrar un sendero que lo atravesaba. Al final de éste, solo unos cien metros después, estaba el cobertizo con las bestias. El olor de las vacas era cada vez más intenso e insoportable. Pero no iba a escatimar esfuerzos para aquella pequeña lección. Fui donde se encontraban los sacos para meter el estiércol y usé uno para lo que estaba allí.

 Con mi regalo volví al roble y miré hacia la ventana. Seguía allí, pero ya estaba dispuesta a salir. En la puerta, se giró y le echó un vistazo a la habitación, con su asquerosa cara pérfida y falsa. Apagó la luz y se cerró la puerta.

 Mi impulso fue abalanzarme hacia donde encontraría mi tesoro, pero mi amiga brillante, mi pura amiga blanca que me conoce tan bien, me envió una corriente de aire helado y mi pensamiento volvió al punto frío y calculador.

 Toda la fuerza de mi mente y cuerpo se empleó en contenerme hasta que terminara de contar veinte. Uno, dos, tres,... siete... once... dieciocho,... Veinte.

 Tuve que conformarme con sólo dos ojos para mirar a todas partes, asegurándome de que nadie me viera. Nuevamente aproveché todos los obstáculos que había entre la ventana y yo para ocultarme, respirar, mirar de nuevo al rededor, volver a oír hasta el último ronquido que hubiera por allí y continuar. Muy rápida. Al momento estaba bajo la ventana. Estaba abierta, pero la mosquitera me impedía entrar. Miré el mecanismo: la parte inferior de la red se quedaba atascada por presión en unos ganchillos en la base, en la parte interior del alféizar. No era a prueba de ladrones, precisamente. Empujé hacia abajo el remate de la mosquitera y lo aparté de los ganchillos, con lo que la red se vio libre y subió casi hasta arriba.

 Entré con el ruido del olor de las heces. Tanto como había creído que estaba preparada para "robar" y resulta que me había olvidado de una linterna. Miré por la ventana y la miré.

   -Por favor -le dije.

 Ella entendió perfectamente y salió de entre las nubes para inundarlo todo con su reflejo plateado.

 Miré primero en los cajones: todo eran papeles. Después en el armario: había cientos de objetos. Saltaba a la vista que no eran suyos, sino, en su mayoría, cuerpos en los que muchos muchachos antes habían depositado parte de ellos. Como yo había sido la última, mi tesoro estaba el primero, encima de todos los otros.

 No tuve un alivio instantáneo, pues primero debía comprobar que estaba en perfectas condiciones para poder serenarme. Pero tan sólo lo sostuve entre mis manos unos instantes y lo acaricié con las yemas, para sentir su tacto y absorber algo de determinación. En cambio, lo que recibí fue ira. Mi tesoro estaba colérico y quería venganza. Se me encogió el corazón al pensar en qué podría haberle hecho, por qué podría estar así. Pero me conozco, y era mejor no preguntármelo, sino contentarme con derramar la mierda en los cajones. Hasta le dejé el saco.

 Me fui. No me preocupé de cerrar la mosquitera... pero encajé los cristales, para que el olor mantuviera su esencia. Me dirigí hacia la ventana de mi dormitorio, metí todas mis cosas en el petate, cogí mi chaqueta y volví a salir con el saco al hombro. Me encaminé hacia la estación de autobuses del pueblo: ya no podía quedarme allí, porque al ver que faltaba mi tesoro sabría que había sido yo. Además ya nada podía hacer que siguiera en esa granja-escuela ni un día más.

 Caminé durante casi dos horas. Luna me alumbraba y me regaló un simpático mirlo que me acompañó con su canto durante todo el camino.

 Llegué a la parada. Faltaba una hora para el primer autobús, que me llevaría a un pueblo mayor donde había una estación de tren y, entonces, podría por fin volver. Me resguardé de nuevo entre los árboles, pero de forma que me llegara la luz blanquecina... y me dispuse a comprobar el estado de mi joya. No lo hice antes porque no quería tener la tentación de volver a partirle la cara a la bruja. Ahora estaba lo suficientemente cansada y, por lo tanto, segura de mí misma.

 Tuve un ataque vesánico. Antes le había notado el tacto algo diferente... aunque no lo atribuí a nada grave. Pero a la luz estaba claro: le habían derramado algún líquido. La dureza exterior no había salvado el interior, ahora blando y arrugado...

La hija de puta había mojado La sombra del viento








Dedicado a esos maniáticos de la
 pulcritud de sus libros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario